viernes, 11 de octubre de 2013

“MIEDO DE LOS POLÍTICOS A SER CONGRUENTES”




“MIEDO DE LOS POLÍTICOS A SER CONGRUENTES”

Siempre he creído –y todos los apasionados de la <cosa pública> estarán de acuerdo conmigo- que la vocación política es una <estocada> que se lleva durante toda la vida, es una especie de pasión incurable que aguijonea desde lo más profundo del propio ser y que, de ser auténtica y legítima, lleva necesariamente en algún momento a preguntarse por la naturaleza, exigencia, objetivos, así como valorar los riesgos y dificultades que la actividad política -conscientes de su nobleza- implica.

Entender la política como el uso del poder legítimo para la consecución del bien común, conlleva implícita en su definición algunos elementos esenciales, que so pena de desvirtuarla, constituyen su núcleo básico. Así se puede hablar de espíritu de servicio, carácter desinteresado para no buscar el propio bien ni el del partido, sino el de todos y cada uno, y de virtudes de gran calado propias del político como la prudencia y la justicia, que ordenadas a la acción concreta deben llevar a generar las condiciones de igualdad de oportunidades y al favorecimiento de los más relegados.

El discurso político actual en nuestro país está plagado de frases <elaboradas> que vuelven una y otra vez demostrado luego en los hechos la tristeza de su vacuidad. Así el carácter de servicio público de la política -verdad tan obvia como exigente- se banaliza y pierde su contenido cediendo a la tentación de lo inmediato. Sostener esta nota constitutiva de la política implica un compromiso que no puede reducirse a una reafirmación genérica de los principios o una simple declaración de buenas intenciones, se trata sin duda, de un compromiso cotidiano que exige competencia del propio deber y de una moralidad a toda prueba que demuestre una gestión desinteresada y transparente del poder, lo que solo puede expresarse en un actitud de coherencia personal producto de una correcta concepción de la vida social y política a la que se pretende servir.

Desde siempre me ha llamado profundamente la atención que en nuestro país nos da miedo hablar de valores  en el ámbito público como si hacerlo supusiera traicionar el principio de laicidad del estado. La congruencia personal se interpreta como un intento de implantar un sistema confesional y marcadamente religioso…¡nada más equivocado! La auténtica laicidad se constituye como la autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica, pero de ninguna manera de la esfera moral. Muy distinto es el derecho-deber de un político (congruente) de buscar y promover verdades morales sobre la vida social, la justicia y la libertad. El hecho de que estas verdades sean enseñadas por una religión específica –la que fuere- no disminuye su legitimidad civil y la laicidad de ese compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe, hayan desarrollado en la adquisición de esas convicciones.

 

Lo contrario supone una total esquizofrenia –como frecuentemente se pide a los políticos- para que separen sus convicciones personales al momento de decidir cuestiones de índole público. Este planteamiento que desconoce el obrar obedeciendo a la conciencia única y unitaria del político –principio básico y esencial de un actuar coherente- da lugar a la simulación y a una doble moral. Incentiva dos vidas paralelas de una misma persona, por un lado su dimensión espiritual estrictamente personal, y por la otra su dimensión secular o pública que se refiere a su trabajo, relaciones sociales, cultura, como a sus compromisos políticos y sociales. El argumento de fondo del pluralismo y de la tolerancia política que inhibe la defensa de las propias convicciones como base del sistema democrático, y que procura mantener vigente el principio de laicidad degenera en el esquema contrario: un auténtico laicismo intolerante.

Más allá de las ideologías y programas políticos de distintos colores, existen unas líneas fundamentales a la luz de la ley ética universal y que son comunes a todos. Por lo que creo que el reto –por cierto posible y alcanzable- es lograr ser congruente y coherente con los propios principios en las circunstancias difíciles y siempre nuevas de la actividad política, superando las posiciones pragmáticas que reducen la política a una pura medición de intereses, a una cuestión de demagogia, o peor aún, a meros cálculos electorales.

Se requieren políticos que en las complejas situaciones actuales de Michoacán y de nuestro país, caracterizada por el decline de las ideologías logren repensar y comprometerse con un nuevo modo de hacer política, que aspiren a revalorar nuestras instituciones y a dotar de auténtico contenido las figuras de representación política y de participación ciudadana…que tengan la fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia de ser congruentes.

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